El faisán, el venado y la serpiente cascabel

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Por: Frank Barrios Gómez.

La tierra del Mayab resulta mágica e incomprensible. Situada en el sureste de la República Mexicana, es todo un laberinto de incógnitas, que no del todo resultan comprensibles a todo ser humano.

Los visitantes pueden tener una experiencia inolvidable recorriendo sus hermosas calles en calesas (carruajes), mientras el calor humano de sus habitantes hace que uno se sienta en casa. Hay ricos y variados platillos, entre ellos el muy solicitado “cochinita pibil”, acompañados por bebidas de fruta. Esas son razones más que suficiente para enamorarse de esta tierra.

Pero hace milenios la tierra del Mayab era muy diferente a lo que conocemos hoy en día. Tenía espesas selvas en las que sus habitantes velaban por la armonía entre el humano, la flora y la fauna. Y, lo más sagrado, era una tierra bendecida por los dioses, mientras vivieron en armonía.

Cuenta una leyenda maya que cuando los dioses eran mortales existía una princesa de inigualable belleza de nombre Ixchel. Muchos jóvenes se disputaban su amor, siendo uno de ellos Itzamná.

Cierto día, de tierras lejanas, llegó una comitiva a rendir tributo por la victoria de los guerreros del Mayab. Un gallardo príncipe encabezaba la comitiva que llevaba el gravamen para los vencedores. En cuanto el príncipe vio a Ixchel, quedó enamorado de ella.

La gente del pueblo dijo al apuesto soberano que Itzamná era pretendiente de Ixchel y entre ambos nobles se produjo una gran rivalidad.

Para que solo uno de ellos gozara de las mieles del amor de Ixchel, su hermana mayor, Ixtab, decidió que ambos pretendientes pelearan a muerte y el vencedor se casaría con la princesa.

Utilizando artimañas, el príncipe de lejanas tierras hirió por la espalda a Itzamná. Este agonizó y murió en brazos de su amada quien, ante la desesperación de ver morir a su amado, se quitó la vida.

Ixtab maldijo a quien ganó la contienda con triquiñuelas. Los dioses convirtieron a Ixchel en la diosa del suicidio. Las almas de las doncellas de la princesa guiaron las almas de los enamorados al Cielo. Itzamná pasó a ser el dios Sol, mientras que Ixchel la diosa Luna. De esa manera, estarían cerca pero separados. Mientras el sol estaba presente, la luna dormía y viceversa.

Como prueba de su amor por Ixchel, Itzamná dividió el día y la noche. A la noche le dio brillo con las almas de las doncellas de su amada, siendo estas las estrellas que le acompañan en cada momento.

Además, decidió bendecir la Tierra y escogió una porción de ella que fuera tan hermosa que quien la conociera decidiera vivir por siempre ahí. Así creó el Mayab, la tierra de los elegidos. Sembró las más hermosas flores para adornar sus caminos y formó los cenotes, llenos de agua cristalina en la que se reflejara el producto de su creación, además de su presencia, la luz del sol, y la de su amada Ixchel, la luna.

Itzamná escogió gente selecta para que habitara el lugar, es así como aparecieron los mayas y poblaron ese sitio. Además adornó el paisaje con tres animales que serían recordados por toda la existencia: el faisán, el venado y la serpiente cascabel.

Los mayas edificaron hermosos templos a su dios Itzamná, considerado como el Dios principal del panteón maya, el señor de los cielos, creador y civilizador del hombre, que enseñó la ciencia a los hombres, inventor del dibujo y de la escritura jeroglífica y considerado el rostro del sol.

Todo en el Mayab era un paraíso. El hombre vivía en armonía con su entorno y los animales le respetaban. El faisán volaba por entre las copas de los árboles más altos y su grito era tan fuerte que se escuchaba en toda la región. El venado se deleitaba mostrando su agilidad y adornaba los horizontes. Y la serpiente movía sus cascabeles haciendo música por donde transitara. El hombre vivía en paz con estos animales sagrados.

Pero un día los chilam (brujos) despertaron sobresaltados. Una gran tristeza les invadió y, de inmediato, reunieron al pueblo para notificarles el porqué de su estado anímico.

“Tenemos que darles noticias muy tristes – dijeron los chilam-. De lejos vendrán hombres diferentes a nosotros, con armas superiores, nos enfrentaremos en cruentas batallas y quizá no podamos defender nuestra tierra ya que seremos sometidos”.

Al escuchar este vaticinio, el faisán prefirió volar lo más alto posible y perderse entre lo más intrincado de la jungla. Ya no se hizo visible tan fácilmente porque no quería ser atrapado. El venado, al enterarse, lloró a cántaros porque sabía que perdería su libertad para deambular por su tierra. Sus lágrimas formaron muchas fuentes de agua y desde ese momento sus ojos permanecen húmedos, como si siempre estuviera triste.

Quien se enojó mucho fue la serpiente y, a partir de ese momento, su cascabel dejó de producir música armónica y preparó su sonaja para anunciar el momento en que va lanzar su mordedura mortal.

Tal y como fue anunciado por los adivinos, la profecía se produjo siglos después. Antes de la Conquista, los mayas se fueron y dejaron unos pocos vestigios de su existencia junto a un pequeño grupo de ancianos, custodios de su conocimiento pero sus códices fueron destruidos.

Sin embargo, en la mente de los mayas quedó grabada la profecía de un sabio chilam quien predijo que: “Mientras las ceibas estén en pie y las cavernas del Mayab estén abiertas, hay esperanza de que recobraremos nuestra tierra. Sabrán que la hora llegó cuando se cumplan tres señales. La primera, cuando el faisán en su alto vuelo proyecte una sombra que se vea en todo el Mayab. La segunda, cuando el venado atraviese toda esta tierra de un solo salto. Y la tercera, cuando la serpiente cascabel produzca música de nuevo y se escuche en toda nuestra región. Estas tres señales indicarán que llegó el momento en el que recobremos las tierras que siempre nos han pertenecido”.

Mientras llega la hora, el faisán ejercita sus alas, el venado afila sus pezuñas y la serpiente frota sus cascabeles, en espera de recibir la orden de dar aviso para recuperar lo que siempre ha sido de los mayas.

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